Cada mañana el niño de enfrente, al verme
salir de mi departamento, me hacía caras de mono, conejo, chancho y otros animales. Sucedió todos los días de la
última primavera. Soporté sus burlas como quien se acostumbra a convivir con un
zoológico de ilusiones. Pero una tarde de verano decidí responder a cada uno de
sus gestos. Me paré en su vereda. Dirigí la vista a su ventana situada en el
segundo piso, y él, desde allí, empezó a reír y dibujó con sus gesticulaciones
la cara de un gato irónico. Respondí con el ladrido de una bestia rabiosa.
Sorprendido, se esforzó en revertir mi ataque simulando un rugido de tigre.
Seguro de mi victoria, grité como un indio salvaje y arrojé una lanza
invisible. La esquivó, se mostró atemorizado, levantó los brazos en posición de
vuelo y se lanzó desde la ventana.
No estoy seguro de haber sentido culpa o
risa cuando lo vi tirado en el césped. Sólo recuerdo que su padre, al salir del
hogar y ver a su hijo llorando como un ave herida, ni siquiera me retó. Tomó al
niño entre sus brazos, le besó la frente y, como un canguro, lo llevó saltando
hacia la entrada de la casa.
De
‘‘Quimeras en el aire’’
Omar
Ochi