lunes, 1 de octubre de 2018

Mientras puedas respirar



Una de las frases más recurrentes del protagonista de la película «El renacido» es: «Lucha... Mientras puedas respirar, lucha». Si interpretamos tal idea como un susurro de combate, una agonía musical o un sufrimiento alentador («Lucha, mientras puedas respirar, lucha...»), veremos una esperanza que se enciende como una antorcha en medio de la soledad más oscura y alcanzaremos a divisar las puertas, los portones, los montes que se abren en la batalla de cada ser humano.

Entonces el silencio sonará más fuerte: mientras puedas respirar, lucha contra esa tristeza que tiene forma de lluvia inesperada, contra las voces que te dicen «no llegarás», «los pájaros no existen», «no naciste para eso», «renuncia a esa meta imposible de alcanzar». No te dejes empapar por la saliva y la burla de quienes se refugian en la envidia y la impotencia; no le temas al tamaño de un desafío ni a los dientes ilusorios de la tormenta que truena, pero no muerde; levántate de esa cama o de aquel pozo aunque sientas que un nuevo día ha comenzado y has vuelto a despertar en el desierto; escribe tu mejor océano por más que la vida se arrastre en la arena; camina, corre y vuela con los brazos si te faltan las piernas; arpegia una guitarra con los dedos de los pies si tu música perdió las manos; ciego o sordo, mira el sonido del amor y escucha la imagen de la paz; herido o abandonado, acepta el vuelo de las alas que nunca te pertenecieron y no le guardes rencor a ninguna espalda; lucha, lucha por tus sueños aunque te cierren un ventanal en la nariz, improvisen trampas en tu carrera o vayas perdiendo por goleada el partido que todavía no empieza.

Mientras puedas respirar, vive: si algo de aliento queda en ese cuerpo que está sentado, cabizbajo, en una habitación atardecida mientras las lágrimas siguen cayendo en un declive que precede al abismo, ¡estás vivo! Levanta la cabeza: Dios tiene un plan perfecto, alguien navega en el viento de la noche y comienza a pescar estrellas, un padre recupera a su hijo en algún lugar del mundo; dos niños se escapan de su hogar, se sumergen en un bosque, atrapan luciérnagas y cuentan leyendas acerca de la bruja del castillo de enfrente, quien en realidad no es una bruja, sino una mujer de dolores que durante años pensó que el sol no saldría de su vientre, pero ha ocurrido un milagro en la edad del ocaso y un niño está naciendo... Justo ahí: en el parto del hogar. También nace en el nido de un ave que durmió entre las llamas de un árbol incendiado para proteger sus huevos. También aquí: frente a tus ojos, cara a caras con tu espejo; has vuelto a nacer y no lo sabes, has salvado un mundo al levantar del suelo el alma que le entregará el pan al hambriento que golpeará tu puerta y te pedirá tu mejor poesía.

Luego saborearás un aura diferente, abrazarás al que sigue luchando y le dirás: «No te rindas... Mientras puedas respirar, no te rindas. Aún hay aire esta noche: todavía existe, en algún sitio del mapa de los niños o en la palma de tu mano, esa otra luna que jamás imaginaste, y te necesita para volver a brillar...».



De ‘‘Veintidós tesoros para un caminante en la edad del sendero voraz’’

Omar Ochi





miércoles, 14 de febrero de 2018

Lluvia de verano



Las lluvias son más hermosas cuando nadie habla de ellas. Lo supe desde la primera gota, desde esas lágrimas que no cayeron de mis ojos.
Era un 14 de febrero. Un día caluroso y sin posibilidades de tormentas según los pronósticos. Una fecha especial para las rosas, las armas, los novios y los amantes. Un día normal para mí, o, mejor dicho, la hora más difícil de mis labios, pues debía elegir entre la queja del tiempo perdido o un grito con la boca cerrada. Mi reloj daba las seis de la tarde y se acercaba el momento.
Las cosas seguían su curso aunque algo estaba por terminar. Las grandes y pequeñas cosas: una taza moviéndose de un lado a otro, una mano temblando, temiendo, moviendo la taza; la televisión apagada, el espacio cada vez más inmenso; unos pasos que encontraban el espejo, un rostro amordazado; el sonido de una canilla que se abría, se cerraba, se abría por nadie más que yo.
Caminé de un lado a otro. Volví a mirarme en el espejo, volví a abrir la canilla; me seguí peinando y lavando la cara. Sabía que era en vano: Tania… Tania me iba a dejar.
Salí de casa. Me tomé el colectivo de las siete, que iba repleto de gente, diálogos de parejas y besos de adolescentes hambrientos. Parecía que el amor y las fortunas del pueblo conspiraban contra mi soledad. Cada paisaje mirado desde la ventanilla me recordaba lo que estaba a punto de perder. Esos lugares fueron vividos con Tania en otro tiempo y, ahora, debían concluir.
Me bajé del colectivo. Sentí un viento helado en mi pecho. Caminé por la ciudad mendocina.
Sucedí entre la gente y los comercios. Pensé: ‘‘Faltan dos cuadras… solo dos cuadras para verla en ese bar’’. Seguí enlazando mis miedos con la multiplicidad de las ideas. Imaginé lo que estaba por ocurrir. Supuse que me devolvería mis cartas y el paraguas violeta que le regalé una tarde de lluvia. Era el obsequio más preciado. ¿Sería capaz de devolverlo?
Avancé tres pasos y, antes de llegar al bar, se me dio por mirar las vidrieras de los negocios. Observé el interior de una tienda. Vi ropas elegantes y una bella mujer, delgada y de ojos verdes. Ella también me vio. Permaneció unos segundos perdida en mi mirada y luego hizo un gesto de indiferencia. Escondiendo una risa entre los dientes y sin dudarlo, entré a la tienda.
—Buenas tardes —dije.
—Buenas tardes, ¿en qué te puedo ayudar? —respondió ella.
—Ando buscando una camisa color salmón, que sea a mi medida.
—No vendemos ropa de hombre.
—¿En serio lo decís? ¿No me estás mintiendo?
—¿Tengo cara de mentirosa?
—No. Sólo preguntaba.
—Acá se trabaja con prendas femeninas. Lo dice el cartel.
—¡Ah, qué bien! Entonces no te va a molestar que le eche un vistazo a esas faldas que se ven muy buenas, ya que a mi novia le gustan las faldas…
—Podés mirar lo que quieras  —dijo, decepcionada y tratando de ignorarme.
—Mejor no. Se ven muy caras.
—No hay problema. Que te vaya bien.   
—¿Y a qué hora cerrás?
—Dentro de media hora.
—¿Y después?
—¿Después qué?
—¿Hacés algo?
—¿Eso a vos qué te importa?
—Me importa. Podríamos…
—Mirá, para serte sincera, no saldría con alguien tan caradura que ni siquiera sabe cómo agradarle a una mujer.
—Puedo sacarme la máscara.
Sonrió, volvió a su fingida idiotez y contestó:
—Para salir conmigo, vas a tener que esperar un milagro.
Acepté sus palabras. Me despedí amablemente y salí de la tienda despreocupado.
Al fin y al cabo, la vida no es un cuento de hadas y no todas las historias terminan en un final feliz. Miré por última vez la vidriera: noté que la muchacha, después de mi partida, tenía un reflejo de tristeza en su semblante. No obstante, mi rumbo era otro. Me acercaba al bar. Era el momento decisivo de mi relación. El peor momento: un viento que se llevaba las promesas no cumplidas y los cinco años de noviazgo.
Llegué y Tania estaba ahí. Me esperaba con el frío de sus ojos. Me senté a charlar con ella y sucedió tal como lo imaginé. Me dijo que lo nuestro no podía continuar y… me devolvió el paraguas (a mis cartas se las quedó).
Permanecí en silencio. La saludé con un beso en la mejilla. Me fui del bar.
En la calle tuve ganas de llorar, y al parecer, alguien lo hizo por mí. El cielo derramó sus primeras gotas. La lluvia regó las horas que se extinguían y las que estaban por de nacer...
Al observar el paraguas en mis manos, me di cuenta de que nada era casualidad. Sentí una extraña alegría. Empecé a correr…
Me dirigí a la tienda de ropa femenina. Encontré a la muchacha, quien estaba cerrando el negocio con sus manos frágiles y su rostro preocupado por la tormenta. Al verme, sonrió, me tomó del brazo, miró el paraguas y dijo: ‘‘Acepto el milagro’’.



De ‘‘Los caminos del cuervo’’

Omar Ochi