Las luces y las
sombras se apagan y se encienden ante el gemido innumerable de mi alma
prisionera…
Las mujeres de Grecia y del mundo son, indefectiblemente,
una sola mujer. Lo sé porque, esta noche, todas sufren en mi cuerpo. Lo afirmo
porque, a cada instante, ellas lloran en la tormenta de mis ojos, se ahogan
como ninfas sumergidas en el vasto ponto de mi conciencia; se inclinan siete
veces (setenta veces siete) ante una diosa inefable que ya no recuerda mi
nombre mancillado.
Soy Fedra, hija de Minos y Pasifae, esposa
del rey de los lamentos, amante de un fuego indecible que, en realidad, me
niego a amar con pasión. Pero esta pasión es el reino más hermoso de los
hombres y las divinidades. Un reino que no puedo gobernar con mi nobleza. Un
imperio que se expande cuando cierro mi boca o se derrumba lentamente cuando mi
lengua, presa de las palabras que nunca digo, engaña al viento diciendo que aún
permanezco fiel al matador del Minotauro.
No puedo hablar de lealtad. No puedo
compartir el lecho con Teseo sin pensar en otro hombre que despreció el amor y
las cadenas de mi cautiverio (¡Oh, dioses, mátenme con la vida, sálvenme de mi
yugo, destiérrenme de la ilustre ciudad de Tebas, pero no permitan que esta
historia termine con el punto final que ya conocemos!).
Las luces y las sombras se apagan y se
encienden ante el silencio del Olimpo…
Un nuevo día ha nacido. Mi amado Hipólito se
aleja de su patria. Nadie sabe que estoy muriendo. El sueño de Morfeo se
apodera de mi mente. Percibo una eterna noche y una oscura ribera aunque la luz
del sol sigue alumbrando el cadáver del olvidado Faetonte.
Al morir, dejaré de palpar el retoño y la
sonrisa de mis hijos; no volveré a divisar los ríos, los mares, las praderas y
las montañas de esta vida que no merezco. Sin embargo, puedo ver, en este
preciso instante, un solo punto en medio de tanta existencia humana: el punto
exacto donde confluyen viajeros y tiempos.
Puedo contemplar una cofradía de doncellas que
ignoran mi ausencia y lloran por otros hipólitos. Observo una multitud de
poetas cuyas plumas proclaman distintas versiones de mi llanto.
Dirán que me enamoré del hijo de mi esposo
mientras éste volvía de los infiernos, le confesé mi pasión a Enona, acepté su
consejo incestuoso, fui víctima de otras voces o un títere de Afrodita; fui
rechazada por el domador de caballos, fui culpable de su futura desgracia y me
maté con el filo de una espada, la crueldad de una soga o el veneno de Medea
que todavía corre en mis venas.
Dirán que, en mí, un joven odió a las
mujeres. Dirán que envidié a su amada Aricia. Dirán que un monstruo emergió del
océano para convertirse en el segador de la sangre inocente, o, tal vez, afirmarán que ese monstruo fui yo (podrán suponer que mil leones huyeron de mi boca o,
por primera vez, escribí una carta para refugiarme en la soledad de los poetas
que siempre mienten al confundir la vida con una ficción).
Dirán que conocen el ‘‘cuándo’’, el ‘‘cómo’’,
el ‘‘dónde’’ de mi muerte; mas no sabrán que, con esta daga de impotencia en mi
vientre y esta confusión de morder y amar la vida a cada momento, muero todos
los días.
Las sombras y las luces se apagan en el
final de la última escena...
El palacio se derrumba. Grecia se disuelve
como un espejismo en el desierto. Entonces cae el telón. Luego, junto a mis
compañeros de actuación, saludo al público con un gesto de gratitud. Regresamos
al vestuario. Comenzamos a quitarnos los disfraces. Somos intérpretes de un
largo sueño. Siempre fuimos artistas de una antigua ilusión.
Ellos me felicitan, me agradecen, elogian
las palabras elegantes de mi libreto sin saber que en verdad he llorado. Sin embargo,
esta noche (al igual que otras veces) me voy insatisfecha del teatro, pues
he advertido que, mientras caía el
telón, entre tanta gente ovacionada, hubo solo dos manos que no me aplaudieron.
Quizás el tiempo, como un espectador silencioso, se aburre de mirar, una y otra
vez, la misma tragedia.
Cuento
premiado en el III Certamen Literario Ediciones El Escriba 2013: ‘‘Palabras
escritas, palabras dichas’’ (Buenos Aires).
Omar
Ochi
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