No
se trata de hombres que descienden del azar,
batallas
interminables de lenguas afiladas
que
defienden a rajatabla
sus
teorías de orfandad cósmica,
explosión
de mundos, siete eternidades del Creador
o
el Edén de los pasos perdidos.
Acá,
en todos los sitios del universo
y
en la última hora de tu vida,
descubrís
que Dios era, es, será
las
manos que te sostenían
cuando
brotaste del dolor de tu madre
y
las veces que nacés a cada instante;
el
aire: esa infinidad de posibilidades
de
luchar, correr, bailar, volar en la tormenta;
el
gemido de las calles,
las
preguntas sin respuestas,
el
arte de cada día, el plan perfecto,
los
caminos del corazón,
la
historia de amor que no termina
en
la sangre derramada en esa cruz
que
te invita a creer o sembrar nuevas espaldas.
Sentís
que el hombre y la mujer
no
crearon a Dios a su imagen y semejanza,
pues, al
fin y al cabo,
Dios
es la esencia que ya conocemos,
pero
la olvidamos
aunque
volvemos a acercarnos, sin saberlo,
a
sus brazos abiertos.
De
‘‘Veintidós tesoros para un caminante en la edad del sendero voraz’’
Omar
Ochi
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