Era una noche mágica en el campo: el
esplendor de las estrellas, una suave brisa, el vuelo de las luciérnagas y el
canto de los grillos. Alfredo y Marta cenaban al aire libre. La mesa estaba
repleta de manjares y ambos charlaban acerca de los buenos momentos de su vida
y se miraban a los ojos. Aún les brillaban las pupilas de solo verse en la
mirada del otro, de solo amarse como en los viejos tiempos. Todo parecía
perfecto, hasta que de pronto oyeron unos pasos. El sonido venía de los árboles
más cercanos. Algo o alguien se movía entre los arbustos.
— ¿Escuchaste eso, Alfredo? —dijo Marta,
con la boca abierta y la piel como la de una gallina.
—Sí, lo escuché —respondió él, con el
entrecejo fruncido y el tono grave de su voz.
— ¡Puede ser un puma!
—Marta, traeme la escopeta.
— ¡O a lo mejor… un lobo hambriento!
—Marta… la escopeta.
— ¡Ay, Amor! ¿Y si es un ladrón que nos
quiere arruinar la fiesta?
— ¡Marta! ¡La escopeta! Haceme caso.
Traé lo que te pedí. No nos va a pasar nada malo.
— ¡Está bien, está bien! Pero tené mucho
cuidado ¿Sí?
.
Ella le trajo el arma, y entonces él se
dirigió hacia la oscura arboleda. Caminaba lentamente por el pasto y sudaba
gotas de miedo. Se metió entre los árboles... Caminó más despacio… Preparó la
escopeta, y ahí lo encontró: era un niño… un niño lloraba desconsolado. Alfredo
bajó el arma.
El pequeño tenía las ropas rotas, los
pies descalzos y su llanto era conmovedor. Muy bella, su figura. Más hermosa,
su mirada angelical.
—Eh, niño… ¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?
—preguntó Alfredo.
—Es mi cumpleaños —respondió el niño.
— ¿Ah sí? Eso es muy lindo. ¿Pero qué
sucedió?
—Las personas que quiero no se acordaron
de mí. Y no pido regalos. No me interesan. Solo me gustaría un abrazo sincero,
un plato de comida o algunas palabras de amistad.
—Ah… ya veo… ¿Y tenés familia?
—Sí, tengo.
— ¿Amiguitos?
—Sí, también tengo amigos.
— ¿Entonces qué pasó?
—Ya se lo dije: hoy se olvidaron de mí.
Por un momento, Alfredo no supo qué más
decirle. Era triste ver llorar al niño, escuchar la ternura de sus palabras y
observar cómo se esforzaba en sacarse las espinas y ahuyentar los bichitos de
sus pies. Fue así como el hombre sintió compasión por el pequeño, le extendió
la mano y le preguntó:
— ¿Te gustaría cenar conmigo esta noche?
Mi esposa nos está esperando con los platos más exquisitos. Sí, eso suena bien.
Nos está esperando a los dos.
El niño empezó a sonreír. Tenía una
sonrisa humilde y hermosa. Respondió:
— ¡Me encantaría! Acepto su invitación.
Esta noche voy a cenar con usted.
Eso dijo e, inmediatamente (ante la
sorpresa de Alfredo) se convirtió en un pájaro y comenzó a volar dibujando
estrellas en el aire. Luego, esas estrellas se unieron a los fuegos
artificiales, a las manos unidas de las personas del pueblo, a las copas de
sidra que se levantaban en un gesto de celebración, y también a los relojes que
marcaban la hora de la Navidad.
De
‘‘Los cuatro sueños de Malena’’
Omar
Ochi
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