Emma Fernández era la niña más alta del
barrio Buena Nueva. Por lo tanto, los niños de su calle, e incluso sus propias
amigas, se burlaban de ella llamándola ‘‘jirafa’’, ‘‘dinosaurio’’ o
‘‘ferrocarril parado’’. Emma, a pesar de su hermosura y aunque su padre siempre
le decía palabras alentadoras, odiaba su estatura y sentía un enorme destello
de fealdad en su vida. Pero una noche de primavera, mientras lloraba en su
balcón, vio una estrella fugaz cruzando los caminos del cielo y, entonces, sin
pensarlo dos veces, cerró los ojos y pidió un deseo. Deseó convertirse en la
niña más pequeña del mundo. Luego entró a su habitación, se acostó en su cama y
se quedó profundamente dormida…
Al otro día, abrió los ojos y no pudo
creer lo que vio: el techo de su pieza parecía un ancho cielo de madera, la
cama era inmensa, la mesa de luz se asemejaba a una casa y la lámpara tenía un
aspecto de sol apagado. Todas las cosas habían cambiado de tamaño. ‘‘¡Qué
horror!’’, pensó al principio. ‘‘¡Qué maravilla!’’, exclamó cinco minutos
después, rendida ante la belleza indescriptible de un nuevo mundo donde los
detalles más simple de la vida se podían apreciar diez veces mejor que antes.
Se dio cuenta de que su deseo se había hecho realidad y que, siendo la niña más
pequeña del universo, ya nadie se burlaría de ella y estaba a punto de vivir
una experiencia increíble. Entonces se colgó de una sábana que desbordaba la
cama y descendió lentamente al suelo.
Como la puerta de la habitación había
quedado entreabierta en la noche, aprovechó a salir de la pieza a través de esa
pequeña abertura. Bajó cuidadosamente las escaleras como si cada enorme escalón
fuera el peldaño de una montaña. Caminó maravillada por la alfombra del living
y, de pronto, entre sillas inmensas, apareció Nieve, su hermosa gata blanca.
Emma comenzó a temblar de miedo al ver que su mascota se acercaba a ella como
una bestia que podría devorarla como a una rata. Sin embargo, Nieve reconoció a
Emma, le lengüeteó el cabello, se inclinó y la invito a montarla. Emma, llena
de alegría, se subió a ese lomo de pelos suaves y le ordenó que la llevara al
jardín sin que su padre lo supiera. La gata obedeció: corrió hacia una ventana
abierta y pegó un saltó glorioso que provocó gritos y risas que fluían de la
boca de Emma, quien se aferró fuertemente al cuello del animal.
En el jardín, la admiración y la felicidad
de la niña crecieron a tal punto que comenzó a bailar entre las rosas que
parecían árboles sublimes y el perfume intenso de los jazmines. Todo era un
verdadero paraíso. El sol brillaba en los pastos selváticos, en el manzano
imponente y en el movimiento de los insectos gigantes que iban y venían como
una armonía creada por Dios. Emma pasó horas disfrutando la magia del paisaje y
jugando con su gata. Pero sintió que ese bosque no era suficiente para su nuevo
espíritu aventurero y cada vez más corajudo. Entonces decidió explorar los
otros paraísos del barrio. Recordó que uno de sus barcos de juguete había
quedado flotando en la piscina del patio el día anterior. Se asomó a la orilla
con un largo y fino palo que le sirvió para atraer el barco hacia ella. Luego
se despidió de Nieve diciéndole: ‘‘Me voy, pero volveré más tarde. Solo voy a
pasear un ratito. Vos quedate acá y no te preocupés por mí’’. La abrazó, se
separó de ella y, con su liviano navío, cruzó el cerco a través de un agujero
de roedor. Se acercó a una profunda acequia por donde el agua corría a un
centímetro de los bordes. Arrastró el barquito lo más cerca posible del agua,
se subió, se sujetó rápidamente al timón y el barco cayó a la corriente. De
esta forma comenzó a navegar…
Navegó alegre mientras oía el dulce sonido
del agua y pasaba debajo de puentes que podrían confundirse con cavernas
acuáticas. Sintió el aire de la libertad y su viaje parecía perfecto. Sin
embargo, se encontró con una cascada por donde el barco descendió y luego quedó
estancado entre dos piedras. Emma cayó y sintió la fuerza de la corriente en su
cuerpo. Fue arrastrada de un lado a otro hasta que una nueva cascada la lanzó a
un zanjón donde comenzó a hundirse. Por más que pataleaba y lanzaba burbujas
con su boca seguía hundiéndose… Estuvo a punto de ahogarse, pero de pronto
sintió que dos garras tomaron sus hombros y la sacaron del agua. Cuando levantó
la cabeza para ver quién la había rescatado, se dio cuenta de que un enorme
pájaro la llevaba por los aires sin soltarla.
Mientras el ave volaba con Emma en sus
garras, ella pensaba que este animal era un ser milagroso enviado desde el
cielo para salvarla y enseñarle los jardines del viento. Pero cambió de idea
cuando el pájaro llegó a la rama más alta de un árbol y se detuvo en un lugar
donde sus pichones esperaban hambrientos el almuerzo. Se desesperó cuando fue
arrojada a ese nido y los pajaritos se acercaron a ella. Comenzaron a picotearla.
Ella lloraba y sentía que había llegado el momento final de su vida. Sentía que
no saldría viva de esa situación y, entonces, varias imágenes aparecieron en su
mente: recordó las escenas más bellas de su infancia. Recordó que era la niña
más alta de su barrio y hasta llegó a extrañar las burlas de los niños. Recordó
que siempre le gustó su nombre y que estaba orgullosa de llevar el apellido de
su padre, quien la amaba y la protegía. Recordó muchos detalles de sí misma, y,
a medida que recordaba, su cuerpo iba cambiando de tamaño. Crecía, crecía,
crecía… Y finalmente recuperó su estatura normal. En ese instante, los pájaros
se alejaron, pero ella empezó a caer del árbol…
Horas más tarde, despertó en una
habitación de hospital. Miró a su alrededor y lloró de alegría al ver que su
padre estaba ahí, cuidándola. Él, con lágrimas en los ojos, le dijo:
–Te
amo, hijita. Todo saldrá bien. El médico dijo que no fue un golpe grave, pero
contame: ¿qué fue lo que sucedió?
–Papá… Sé que no me creerás… Pero te lo diré:
me había convertido en la niña más pequeña del mundo y quise disfrutar las
cosas bellas de la vida… Sí… Hasta las cosas más simples se veían hermosas…
Jugué en nuestro jardín… ¡Parecía un paraíso! Luego me subí a un barco de
juguete y navegué en una acequia… Luego me hundí… Luego un pájaro me sacó de
ahí para llevarme hasta un nido donde sus hijitos querían comerme… Luego… Luego
sentí que ya no te volvería a ver… Empecé a recordar muchos momentos lindos…
Recordaba detalles que me gustan de mí… Y pasó algo extraño… Mientras recordaba
iba recuperando mi estatura normal y… caí. Eso fue lo que sucedió… Pensás que
estoy loca, ¿verdad?
–No, hija. ¿Y sabés qué? Te creo. Creo tus
palabras, porque la vida también se trata de eso: cuando nos sentimos
pequeñitos y, de pronto, recordamos quiénes somos y descubrimos las cosas que más nos gustan de
nosotros, entonces nos damos cuenta de que somos más inmensos y más valiosos de
lo que pensábamos… Esta historia no ha terminado. A partir de hoy, comenzá a
vivir como una persona inmensa y valiosa.
De
‘‘Los cuatro sueños de Malena’’
Omar
Ochi
(ilustraciones de Nicolás Gutiérrez y Lucía Ortiz)
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