Mientras
escribo, me desprendo de mi piel,
vuelo, viajo a los vértices de un mundo paralelo,
me
sumerjo en una selva de árboles azules
donde
un león de tres cabezas
se
inclina ante los pasos de seis bailarinas ciegas.
Escucho
el sonido de las flechas
que
emergen como notas de un piano
dominado
por las manos de un náufrago sin rostro
que
sabe mi segundo nombre
y
me enseña a ver medusas en el aire,
unicornios
en el fondo del mar,
un
nuevo sendero que me lleva a un pueblo
en
el que dos gauchos detienen su duelo de sangre
al
percibir que sus cuchillos han sido tachados
por
mi pluma de fénix
y
rayo las paredes de un burdel,
trazo
una puerta abierta en la muralla
de
los ángeles encarcelados,
entro
y salgo de los bares, infiernos, paraísos;
canto
la tormenta de la tarde
para
que la gente abandone sus hogares
y
ría y dance y celebre la vida
bajo
las gotas cristalinas de todo lo que soy
en
aquella época y en este momento.
Dibujo
el pan de harina y tinta,
lo
entrego a los hambrientos,
me
elevo sin límites en las enormes volutas
que
giran hacia los jardines del cielo
y
me pregunto cuántas veces
estuve
en mi refugio,
cuántos
peces se parecen
a
las palabras que acabo de pescar
con
los dedos en el agua y los pies en el viento.
Luego
comprendo que la poesía
es
la mejor realidad posible
dentro
de las imposibilidades de nacer
con
una rosa azul y un ruiseñor afilado
en
el corazón sin pecho;
descubro
que, del otro lado de la ficción,
dos
cuerpos se besan
con
el aura que aprendieron al leer este poema
y
dejan caer el libro
que
vuelve a ser un simple objeto entre sujetos,
pero
la historia no termina;
alguien
más se desprende de mi piel
y
sigue escribiendo…
De
‘‘Edel III: ventanas e historias de renacidos’’
Omar
Ochi
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