Debo
decir que nuestra historia terminó
antes
de arriesgarnos a escribirla
con
los pies y las manos
de
un tiempo que aún no renuncia a su mordaza.
También
confieso que ya no reímos, llovemos,
almorzamos
o amamos en el mismo lenguaje.
Entonces
no puedo empezar diciendo:
«Hola.
¿Qué fue de la vida?».
«Aloha.
¿Qué fue de la vida de la muerte
donde
nacemos juntos?».
«Good
morning. ¿Qué fue de la vida de la muerte
donde
nacemos juntos in this moment
and that shadow of (¿on?)
la
luz que se enciende para revelar
los
bellos errores de nuestros ojos vendados?».
No
sé cómo explicarte
que
no me arrepiento de nada,
pero
te pido perdón por esta llamada
que
es un pretexto
para
rimar las hadas «olvidhadas»
de
tus quimeras
con
un verso que rompe y escupe nuestra música
mutilada.
Cuáles
son los juegos y batallas
que
debo ganar para perder la esefonía
de
saber que mi isla y tu ausencia
suenan
muy mal en este lado del teléfono.
Admito
que me siento distante
aunque
no he comenzado a marcharme
de un naufragio
que
no es otra cosa que otra llamada perdida
del
siglo veintiuno.
No
sé cuándo aprenderás
que
en esta época llamamos «perdidas»
a
las luciérnagas que encontramos,
acariciamos,
confundimos
con
un falso derecho de posesión
y
aunque siguen ahí
perdimos
su luz oscura
por
creer que habíamos alcanzado la poesía.
No
sé dónde, cómo, cuándo
entenderé
que ya comprendí
que
somos dos dialogando, jugando al laberinto
con
el mismo teléfono
y
extraño tu última frase,
no
porque recuerdo los dígitos indescifrables
que
me soplaste una vez con mi boca,
sino
porque hace cinco minutos
marqué
tu número y atendí mi llamada
para
decirnos que no me perdono el poema,
pero
podemos despedirnos
mientras
volvemos a darnos la bienvenida.
De
‘‘Los sabores del hambre’’
Omar
Ochi
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