David
contó hasta diez. Un aura mítica acariciaba esos árboles sin bocas ni lenguas
delatoras, hacía danzar las hojas y se perdía en un paisaje sereno.
El niño
abrió sus ojos verdes y comenzó a buscar a los otros nueve jugadores, que
estaban escondidos en alguna parte del bosque. La luna llena tal vez serviría
de punto de partida. La oscuridad era un pretexto para jugar a la luz.
Los
buscaba por una larga alameda, por un laberinto de miedos y búhos. Pasaron
veinte minutos. No podía encontrar las oscuras guaridas de sus amigos. Se alejó
del tronco donde había iniciado la cuenta. Lanzó piedras y gritos a los lugares
sospechosos. Llegó a un cementerio antiguo y se sintió agitado.
—¡Chicos!
¡Esto no es gracioso! ¡Me estoy aburriendo! ¡Si se escondieron por acá, están
haciendo trampa! ¡Dijimos que no vale alejarse tanto! —exclamó.
No hubo
respuesta. Todo era un profundo silencio.
Intentó
distanciarse del cementerio y, sin advertirlo, tropezó con una piedra casi
invisible. En el suelo, se llenó de espanto al encontrar las ropas rotas de los
otros niños. Se puso de pie. El aura se convirtió en un viento furioso. Se
escucharon aullidos, estalló el sonido de la rabia.
Aparecieron
uno, dos, tres, seis; nueve lobos alrededor de él. Se acercaban con sus
colmillos y dos lunas llenas en sus ojos. Entonces, David comprendió de qué se
trataba aquel instante.
Rio de
manera extraña. Retrocedió unos pasos y empezó a correr. Sus perseguidores no
le perdían huella. Los árboles, en el delirio o con bocas prestadas, parecían
decirle:
—No vas a
llegar, no vas a llegar…
Con la
última ligereza y las últimas fuerzas, alcanzó el tronco donde hace más de
media hora había cerrado los ojos para que sus amigos tuvieran ventaja y
pudieran hallar su escondite.
—¡Libre!
¡Libre a todos! Ahora le toca contar a otro —dijo, y antes de ser devorado, se
convirtió en un árbol que habría de dormir el sueño de los inmortales.
Tuvo
razón: ‘‘Ahora le toca contar a otro’’. Así fue. La noche contó hasta diez:
contó nueve niños convertidos en lobos y un árbol que seguía siendo niño.
¿Quién
puede escapar del bosque?
De ‘‘Los caminos del cuervo’’
Omar Ochi
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