Cuando alguien
te cierra la puerta en la cara y le pone llave a su ausencia, se abre un
laberinto de posibilidades que podríamos traducir en dos caminos de ventanas
improvisadas.
Por un lado,
existe la ocasión de encender la queja más elegante del campo o la urbe, llorar
con los pedazos de tu dignidad en la mano, porfiar al seguir golpeando la
puerta con una serie de súplicas y un diccionario de mentiras: «te ruego que me
des la posibilidad de ser perfecto», «si me abandonás, me
duermo una siesta en las vías mientras el tren se prepara para cortarme en dos
mitades de hombre dividido que necesitaba tu abrazo para ser una naranja
completa», «mirame: soy un buen partido, lavo, plancho, cocino y le
doy talleres literarios a un loro que te recitará de memoria un poema de
Benedetti», «si no me dejás entrar, voy a armar un iglú en el umbral
de esta fría soledad hasta que en algún momento salgás de casa y veás que los
esquimales existen, y aman igual que nosotros», «dale, por favor, te
lo suplico: dame todo» y luego pasar el
resto de tus días viviendo sin vivir, alimentar egos ajenos, estancar los peces
de tu felicidad en un charco que no sabrás navegar.
Por otra parte,
podés recordar cuánto valés para el Dios que te amó desde antes que nacieras,
sacudir tus pies en la vereda, cambiar de rumbo, caminar con la frente en alto,
divisar, cerca y lejos, tres puertas abiertas con una infinidad de ventanas que
brillan como el vuelo que aprendiste a partir de tus últimos errores y darte la
posibilidad de elegir el cielo que más te guste antes de entrar a una nueva
historia.
De
‘‘Veintidós tesoros para un caminante en la edad del sendero voraz’’
Omar
Ochi
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