Malén
observaba a la niña y sonreía al contemplar el alba de sus ojos. Luego, cuando
la pequeña le hizo una pregunta, sintió ese fuego y esa música que nunca se
apagan en la memoria. Volvió, con la mente y el alma, a las viejas noches de
Tilcara.
Recordó
aquella peña de rock and roll. La recordaba más que a cualquier otra sombra:
fue ahí donde los alcoholes de la vida tuvieron sus efectos positivos. Fue ahí
donde conoció a Julián Wayra, un escritor mendocino que visitaba Jujuy.
Lo miró
de frente, se entregó a sus ojos azules. Trató de seducirlo (Malén era una
hermosa muchacha), y después de varios tragos y de jugar un largo rato a los
asaltos de la pasión, comenzaron a besarse. Se embriagaron de sus propios
labios mientras sonaba una canción de Los Redondos. Reían, bailaban con pasos
inventados y, antes de la madrugada, terminaron desnudando sus deseos en el
Malka, haciendo pecar a las sábanas y charlando sobre muchas cosas.
Después,
repitieron sus pasiones durante catorce noches que podrían explicarse como una
bella oscuridad. Cenaron en todos los restaurantes. Recorrieron la ciudad
nocturna. Divisaban, recostados en una sábana a la orilla del Río Grande, la
infinitud de las estrellas. Se sintieron grandes, pequeños, fugaces y eternos
en las horas del amor.
Cuando
el sol alumbraba la imponente Quebrada de Humahuaca, visitaban el Pucará y su
Jardín Botánico de Altura. Llegaban a la Garganta del Diablo y apreciaban la
Quebrada en toda su extensión. Fotografiaban los hornos solares y las casas
ecológicas. Vivieron sus mejores momentos, pero, inevitablemente, había llegado
el último día…
Estaban
sentados en un banquito de la plaza central y conversaban bajo el cielo nublado
de otoño:
—Se hace
tarde. Tengo que preparar mi bolso.
¿Vamos al hotel o preferís esperarme en la terminal? —dijo Julián.
—Iré
directamente a la terminal. Me gustaría esperarte allá. Tengo una sorpresa.
—Me
gustan las sorpresas. Nos vemos en un rato. No nos demoremos. Mirá que el
colectivo saldrá dentro de cuarenta minutos. Es el de las siete y cuarto.
La besó
y se alejó alegre.
Malén,
sin darse cuenta y debido a la resaca de la noche anterior, fue cerrando sus
ojos hasta quedarse dormida…
Cuando
despertó, vio las primeras gotas de lluvia en su piel. Miró su reloj e
inmediatamente corrió a la terminal.
¿Es
normal un descuido? ¿Es posible perseguir el tiempo mientras el amor usurpa las
distancias y huye con la única hora infinita? ‘‘Aún puedo alcanzarlo’’, pensó.
Apuró la rapidez de sus pasos. Esperó la realización de un milagro y, justo
antes de llegar a la terminal, vio un colectivo alejarse. Sintió la lluvia como
otra música. Volvió a mirar el reloj: eran las siete y media de la tarde.
Había un
papel tirado en el camino, mojado, pisoteado por el agua. Lo recogió y lo leyó
en silencio:
¿Ésa es tu despedida? No importa… Ya
fue. Y no te arrepientas, pues, de alguna forma, volveremos a vernos. Julián.
Ahora,
Malén parecía entender aquellas palabras, mientras la niña, con su voz dulce,
volvía a preguntarle: ‘‘Mami… ¿cómo era Papá?’’.
De ‘‘Las noches de Tilcara’’
Omar Ochi
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