Decido ser invisible. Camino por las
calles mendocinas haciendo todo lo que deseo. Veo a dos políticos en la vereda
de enfrente, cruzo la calle, les bajo los pantalones. Luego subo a un colectivo
sin pagar boleto. Disfruto un viaje de veinte minutos. Les cacheteo el trasero
a algunas personas y, éstas, miran de reojo al pasajero que tienen al lado, lo
insultan o lo empujan. Llego al Shopping, entro gratis al cine, a las tiendas
de ropa femenina, espío los vestidores; bebo los vasos de jugo, licuados, capuchinos
que las parejas distraídas acostumbran a pedir en los cafés y patios de comida.
Bailo en las escaleras eléctricas, salgo del centro comercial, avanzo entre los
árboles de la Avenida Acceso y un perro comienza a ladrarme. Al principio,
ignoro su percepción. No obstante, cuando muerde una de mis piernas, corro
asustado. Acelero cada vez más la velocidad de mis pasos y me doy cuenta de que
varios caminantes pueden verme. Tres delincuentes me detienen, me amenazan con
un cuchillo y me piden que les revele el secreto de la invisibilidad. Dejo de
escribir... Abandono esta historia, la
notebook, la sala y me acerco a mi esposa, quien está sentada en el living. Le
acaricio la espalda, la abrazo, intento besarla y esquiva mis labios: «Ahora
no, amor. Mejor andá, seguí haciendo lo tuyo». Me dirijo a la habitación de mi
hija, golpeo su puerta buscando un momento de atención. Me grita: «¡Estoy
hablando con el Brian! ¡No jodan!». Entonces, cansado de ser más invisible que
antes, regreso a mi escritorio, retomo el cuento, les respondo a los
delincuentes: «Los espero mañana en la presentación de mi nuevo libro».
De
‘‘Cuarenta formas de ser invisible’’
Omar
Ochi
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