Existen,
hijo.
No
duermen en tu armario.
Algunos
descansan
frotando
sueños en una cueva,
cenando
miserias en un puente
o
cuentan bocarriba en la calle
las
estrellas que no pudieron alcanzar.
Otros
se esconden
con
sus camisas desabotonadas
debajo
de una cama matrimonial
cuando
escuchan
que
el dueño de casa está por entrar a la pieza,
se
camuflan entre la policía
después
de cometer un crimen
o
son invisibles
hasta
el momento en que los encontrás
en
cualquier tiniebla
y
te asustan con una palabra, un rostro,
un
cuchillo, un revólver.
Pero
no todos los monstruos
nacen
siendo monstruos.
Mirala
a tu tía: se recibió de profesora
y,
según los rumores de la gente,
trabaja
de bruja desquiciada
desde
el día en que perdió la paciencia
frente
a un santo grupo de alumnos.
O
acordate del vecino del departamento 66:
por
besar a otro hombre en la boca
fue
condenado a cumplir
su
injusto papel de marica
en
el mito de los marginados,
en
la mente del pueblo.
En
fin: hay tantos cucos como prejuicios,
leyendas,
títeres diseñados
para
interpretar la voz del miedo.
Existen,
hijo. Los monstruos existen.
Por
esa razón nosotros
también
somos reales esta noche
y
debemos asustar, solo asustar
a
aquel niño que va caminando
con
nuestra cena en la mano.
De
‘‘Los sabores del hambre’’
Omar
Ochi
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